Por Alberto Benza
En 1979, yo tenía 7 años y el fútbol era el centro de nuestro universo. No teníamos tiempo para las compañeras de clase; nuestras mentes y corazones estaban ocupados por los ecos de Argentina 78, donde habíamos visto a la selección peruana desplegar su magia. En cada recreo en el colegio Alcides Vigo, con la puntualidad de un reloj suizo, armábamos los equipos. Pero pronto surgía la contienda: Juan José Haro, Pedro Guerra, Sergio Flores, Juan José Gálvez, Willy Morán, Marco Veliz y Manuel Ayllón querían ser Cubillas, Cueto de Alianza Lima o Juan José Oré, Germán Leguía de Universitario. Gustavo Roque, ferviente aliancista, se enzarzaba en batallas verbales si alguien osaba adueñarse del papel de Cubillas. Iván Rodríguez, por su parte, defendía a capa y espada su elección de ser Germán Leguía, y ay de aquel que intentara disputárselo.
En medio de esa marea de disputas y aspiraciones, yo siempre gritaba con convicción: «¡Soy Uribe del Sporting Cristal!», y para mi regocijo, nadie me lo discutía, al igual que a Juan Carlos Pereyra, quien escogía a Chumpitaz. Aquellos años fueron una época dorada: Cristal se coronó bicampeón en el 79 y 80, y yo soñaba, con el pecho hinchado de orgullo, emular al gran Diamante.
En esos años futboleros, nadie se quedaba sin jugar. El que no era buen pelotero terminaba siendo arquero, y así, todos encontrábamos nuestro lugar en el campo. Respirábamos fútbol a cada momento. Tuvimos la suerte de ser una generación que vio a Perú en los mundiales, clasificando directamente sin repechaje. Nuestra liga peruana era un deleite, repleta de grandes jugadores, y cada partido era una fiesta de talento y pasión. Vivíamos con la ilusión de esos días, donde el balón era el centro de nuestras vidas y el fútbol, nuestra mayor alegría.
Los días pasaron entre alegrías, goles y peleas inocentes. El sol bañaba nuestro patio de juegos, y en cada pisada, en cada grito de gol, se escribía una historia. No sabíamos entonces que estábamos viviendo una de las etapas más felices de nuestras vidas. La vida, con su implacable avance, nos llevaría por caminos diversos, pero aquellos recreos, aquellos partidos en los que cada uno de nosotros se transformaba en su héroe, quedarían grabados para siempre en nuestra memoria. Con el paso del tiempo, entenderíamos que en ese pequeño rincón de infancia, todos habíamos sido campeones.
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